Este mes de septiembre la Editorial San Pablo de Madrid (España) ha publicado, entre sus novedades, dos libros escritos por miembros de nuestra Comunidad de San Pablo, ambos colaboradores habituales de este blog.
Por un lado, tenemos Con sabor a Evangelio, de Pablo Cirujeda. El libro, que lleva por subtítulo El Reino de Dios, y que pertenece a la colección Ruaj, sobre temas de Espiritualidad, se propone resumir las propuestas que contiene la predicación de Jesús en los Evangelios, y que obligaron entonces, como hoy, a repensar todas las dimensiones de la condición humana, desde la espiritualidad y religión, hasta la vida en familia y en sociedad. El Evangelio contiene un conjunto de propuestas innovadoras y, para algunos, escandalosas, que resumen el proyecto de renovación de Jesús de Nazaret, por el que estuvo dispuesto a arriesgar - y a entregar - su propia vida.
Y, por otro lado, Martí Colom ha escrito un Elogio Espiritual de la Generosidad. A partir de la frase que san Pablo pone en boca de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles, de que «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35), Martí examina las razones por las que nos cuesta tanto ser generosos, las diferencias entre la genreosidad y el desprendimiento, y ofrece un posible itinerario de la persona que quiera hacer de la generosidad su estilo de vida, así como el papel que puede jugar la generosidad en el amor, en la amistad, en los conflictos, en la vejez, y frente a la muerte. También, fijándose en la parábola de las diez doncellas, examina los límites de la generosidad.
Aquí están los respectivos enlaces:
https://editorial.sanpablo.es/producto/con-sabor-a-evangelio/
https://editorial.sanpablo.es/producto/elogio-espiritual-de-la-generosidad/
Se trata de dos libros sencillos que, pese a su brevedad, condensan reflexiones que tanto Pablo como Martí han ido cultivando a través de sus experiencias pastorales y de sus búsquedas espirituales.
¡Enhorabuena a los dos!
¡Feliz Pascua de Resurrección! Inicia hoy el tiempo litúrgico más dilatado del año, 50 días para darnos la oportunidad de saborear e ir asumiendo lo que acabamos de celebrar. Jesús, vivo y presente entre nosotros, es el motivo de nuestra alegría; de lo contrario, vana sería nuestra fe.
En este tiempo de Pascua celebramos la gran fiesta del Amor de Dios, que nos ha sido regalado sin mérito alguno, como describe con claridad el Evangelio de Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único” (Juan 3, 16). Reconocemos, como nos indica la liturgia, lo que Dios ha hecho por nosotros, por puro amor, al ofrecernos en su Hijo la salvación frente a la misma muerte. La Pascua es una fiesta porque celebramos el regalo de la vida que ha partido de la iniciativa de Dios, y que ninguno de nosotros hemos merecido ni ganado.
Nuestra actitud principal del tiempo de Pascua y, por ende, de la vida cristiana, tiene que ser la gratitud: ser y vivir agradecidos es la virtud que tiene que definir las vidas señaladas por la fe cristiana, pues, a partir de la experiencia de la Pascua, reconocemos que toda vida es un don. Esa es la esencia de nuestra fe, como indica el pregón pascual: “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados? ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad!”
En este tiempo, de forma singular, celebramos el amor de Dios en nuestras vidas. Es pertinente preguntarnos si la vivencia de nuestra fe refleja esta gratitud por el don recibido, o más bien, en ocasiones, cae de nuevo en una práctica religiosa que busca agradar a Dios mediante el culto, el ejercicio de obras de piedad o de disciplina para demostrarle nuestro amor. No es propio de una fe anclada de la Pascua querer “ganar” el amor de Dios, pues la redención solamente se puede entender desde la donación gratuita del amor divino, y la única forma de corresponder a ese don es la gratitud, la verdadera virtud pascual de la vida cristiana.
La Editorial San Pablo ha publicado recientemente "En camino hacia la Libertad", un libro de Pablo Cirujeda sobre el libro del Éxodo
Se trata de una reflexión de Pablo Cirujeda, miembro de la Comunidad de San Pablo y colaborador habitual de este blog, sobre las lecciones que nos deja el Libro del Éxodo. Isabel Gómez-Acebo ha escrito el prólogo. En la ficha del libro que ha elaborado la editorial, leemos lo siguiente: "El relato del Éxodo, considerado una metáfora de la vida misma, ha despertado la fascinación de hombres y mujeres de fe de todos los tiempos. Liberarse de las ataduras de la esclavitud y de los apegos, lanzarse en busca de la libertad, atravesando penurias y las más duras pruebas, conduce a una nueva vida, a la tierra prometida. Mediante estas breves reflexiones, Pablo Cirujeda nos ofrece una motivación para alcanzar el desapego y la libertad necesarios para lograr una vida verdaderamente confiada en la bondad y la misericordia del Creador".
Desde aquí felicitamos a Pablo por este nuevo libro, que seguro que ayudará a muchos lectores en el arduo camino de ir alcanzando, día a día, mayores cotas de libertad.
Pablo Cirujeda, colaborador habitual de este blog, nos presenta la autobiografía novelada de Dorothy Day escrita por Isabel Gómez-Acebo.
El siglo XX nos ha dejado, entre muchos otros, un legado humano en forma de numerosas vidas singulares. Como todos los tiempos convulsos, vio aflorar lo mejor y lo peor del ser humano en todos los ámbitos – también así en la Iglesia, que se vio en muchos casos incapaz de responder con prontitud a los retos que esos tiempos demandaban. Destacan, en contraste, las vidas de aquellos que, aun sin saberlo, se adelantaron con su lenguaje y sus compromisos a lo que, en una cómoda retrospectiva, todos somos capaces de señalar.
Isabel Gómez-Acebo nos adentra, con una empatía difícilmente disimulable como mujer y como madre, a una de estas vidas que fue testigo de la accidentada historia del pasado siglo en los Estados Unidos. Dorothy Day, a través de su autobiografía novelada, nos va llevando de la mano a través de los sucesos que marcarían su vida, y frente a los cuales siempre buscó formular una respuesta coherente con sus valores, que acabarían guiando su propia conversión a la fe católica.
La Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, o la Segregación Racial fueron los escenarios en los cuales fue madurando el compromiso de una vida siempre encarnada en la realidad, alimentada por una espiritualidad sin pretensión de elevarse, sino que se conmovía frente al sufrimiento ajeno.
Comunista, sindicalista, feminista, periodista, oblata benedictina, antiabortista, pacifista, anarquista o conversa, los calificativos con los cuales querer entender y definir a Dorothy Day se pisan mutuamente, a la vez que se agotan al intentar encajarla en una sola categoría ideológica, algo tan en boga en nuestros tiempos. La complejidad de una vida humana que se consumió para abrazar a pobres y adictos, alejados y descartados porque no se entendía a sí misma sin los demás, sacudió con su ejemplo a la sociedad de su tiempo y generó un movimiento de solidaridad con los excluidos cuyos ecos han permanecido hasta la actualidad, tan necesitada de testimonios creíbles como el suyo.
La fe es un camino tortuoso, y nadie lo sabe mejor que aquellos que lo han recorrido en una búsqueda de sentido muchas veces a despecho de su entorno y de los suyos. Dorothy Day no estuvo exenta de luchas interiores, ni de contradicciones, y toda su vida buscó alimentar ese camino con lecturas de aquellos que lo han caminado antes, y con amistades que pudieran sumarse a su pasión por la justicia social.
Cuando el Concilio Vaticano II formuló que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son los de los discípulos de Cristo” Dorothy Day llevaba décadas viviendo ese mismo compromiso, habiendo pasado por la cárcel, la calle, los hospitales y sobre todo compartiendo techo y plato en sus casas de acogida para personas sin hogar, muchas veces víctimas de su alcoholismo y adicciones.
El Papa Francisco afirma que “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (Gaudete et Exsultate n. 19). Con justa razón se abrió el proceso para la canonización de Dorothy Day, una vida que fue capaz de traducir como pocas las obras de misericordia en compromiso real. Con su pluma íntima y amena, Isabel Gómez-Acebo nos permite recorrer esa vida desde la mirada de su protagonista y sentir con ella su pasión por el Amor.
¡Feliz Navidad! Celebramos hoy un nacimiento singular: el de un niño, vulnerable e indefenso, que llegó a este mundo en total anonimato, desconocido por los poderosos e importantes de la sociedad de su tiempo, y que, sin embargo, nació también marcado por la promesa de que cambiaría el curso de la historia, como anunció el ángel a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2, 10-12).
Fueron ellos, los irrelevantes y pobres pastores, los primeros en visitarlo en el establo en el que había nacido. Si pensamos por un momento en ese lugar humilde y sencillo, que cobijó a unos peregrinos involuntarios desplazados por el poder romano, podemos afirmar, sin duda, que olía a ovejas, pues tanto el lugar como aquellos quienes fueron a visitarlo, estarían impregnados de su olor. De hecho, ese fue el primer olor que rodeó al recién nacido, y que quedaría grabado en su memoria. La ciencia moderna afirma que la memoria olfativa es la más primitiva y también la más emotiva de las experiencias que llegamos a acumular como recuerdos. Un olor, y un sabor, nos trasladan inevitablemente a una vivencia remota, grabada en nuestra memoria, y nos vinculan con ella.
¿A qué huelen las ovejas? Quien conoce el campo, y la vida de los pastores, sabe que las ovejas huelen a sudor y a estiércol, es decir, a pobreza, y a humanidad. Su olor no es perfumado, ni transmite la solemnidad del incienso o de lo sagrado. Es más, quien mucho se acerca a las ovejas, y asume la responsabilidad de su pastoreo, no solo acaba oliendo como ellas, sino que se llena de garrapatas, sus parásitos inevitables. En la fiesta de hoy vemos cómo Jesús nació en un pesebre, en un corral, y así vino a impregnarse del olor que desprenden tanto los animales, como la humanidad que los acompaña, significada en los pastores. Un olor penetrante, que genera rechazo, a la vez que define un compromiso con los pobres y marginados.
Hoy en día, podemos añadir, las ovejas huelen a drogas, a migrantes, y a exclusión. Es el olor de quienes luchan por sobrevivir en la periferia de las sociedades, y han sido desprovistos de su dignidad, como lo fueron los pastores en el relato de la Navidad. Ese es el primer olor que conoció Jesús. Y es el olor propio de la Navidad. Al Papa Francisco le gusta pedir que los pastores huelan a oveja. La Navidad nos enseña que ese olor fue asumido desde su nacimiento por el niño que adoramos, un olor que obliga a la cercanía y solidaridad con los sufrientes que se multiplican a nuestro alrededor. Es solamente en este intercambio con las ovejas y sus pastores en el que podemos llegar a comprender al Salvador inesperado que vino a asumir plenamente toda nuestra humanidad para así compartir con nosotros su divinidad.
Desde aquí nos alegramos por la reciente publicación de "Relaciones humanas, relaciones divinas", un nuevo libro de Pablo Cirujeda, miembro de la Comunidad de San Pablo y colaborador habitual de este blog. Se trata, como anuncia la misma editorial San Pablo (que lo ha publicado), de un libro "para buscadores de Dios, es decir, de la bondad, la verdad y la belleza. Las meditaciones que contiene pueden leerse en el orden en el que se encuentran, pero también de forma aleatoria. Son reflexiones que animan a repensar, a la luz de la fe, el camino de nuestra vida, y también nuestras relaciones personales y con nuestro Creador; invitan a meditar sobre la vida contemplada, compartida, escuchada e iluminada por Jesús de Nazaret, referente con el que podemos confrontarnos en todo".
Esperemos que el libro tenga muy buena acogida, y ayude a muchos lectores a caminar en la senda de la amistad con Dios y los hermanos.
https://editorial.sanpablo.es/producto/relaciones-humanas-relaciones-divinas/
En el corazón de la Semana Santa se encuentra el Jueves Santo, un día marcado por la celebración de la cena pascual de Jesús con sus discípulos, y la promulgación del Mandamiento del Amor. Es, sin duda, un día entrañable y conmovedor, a pesar de que anticipa el drama de los días venideros.
La liturgia de hoy gira alrededor de la Memoria: la lectura del Éxodo recuerda la acción salvífica de Dios en Egipto; San Pablo en su carta recuerda la última cena de Jesús; y San Juan en el Evangelio rememora el lavatorio de los pies y el ejemplo de servicio que estableció Jesús con sus discípulos. La Eucaristía es así instituida como un recuerdo, marcada por las siguientes palabras: “Hagan esto en memoria mía”.
Quienes participamos hoy y en cualquier otra ocasión de la celebración eucarística recibimos la invitación a replicar “esto”, que no es otra cosa que la vida entregada al servicio del prójimo, la de servir y no ser servidos, la de aquel que “los amó hasta el extremo”, como dice el Evangelio de hoy.
La última cena define pues el Amor como Servicio, no como Sacrificio, pues el sacrificio de Jesús en la Cruz es irrepetible y no necesita réplicas. El verdadero culto cristiano no es, como se podría pensar, la celebración de ritos y sacramentos, sino el cuidado amoroso del prójimo que se lleva a cabo desde la gratitud por el Amor recibido. “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.”
La homilía más potente de Jesús son sus acciones, más que sus palabras, ya que él predica con sus gestos: el lavatorio de pies nos muestra el camino para la evangelización, que es vivir en el servicio y predicar con el ejemplo, con los gestos proféticos, marcados por la ternura y la humildad que desprende este pasaje del Evangelio de Juan.
Este Jueves Santo estamos invitados a comprometernos con el verdadero culto cristiano: el servicio al prójimo, que no se lleva a cabo en el templo, ni en el altar, sino de rodillas frente a aquellos que nos acompañan en el camino de la vida.
Iniciando este nuevo año 2023, nos unimos a los buenos deseos que todos expresamos al empezar esta nueva etapa, que queremos que sea positiva y feliz en nuestras vidas y en el mundo. Nada más humano que desear, de corazón, un feliz año nuevo a nuestros seres queridos.
Sin embargo, en vista de tantas situaciones personales y sociales de las que somos testigos al despedir un año que ha estado marcado por un aumento preocupante de los conflictos a nivel mundial, una polarización creciente en las relaciones humanas y entre los pueblos, y un deterioro significativo del entorno medioambiental que nos sostiene, no podemos simplemente desearnos un feliz año nuevo, como si estuviéramos invocando una especie de suerte para que todo se vaya a dar según nuestros deseos.
Quizás sea importante recordar que, para empezar una etapa nueva, siempre es necesario cerrar adecuadamente la etapa anterior. La mirada hacia lo pasado tiene que sanar para que se pueda dar un futuro mejor, y no vayamos simplemente a repetir lo vivido anteriormente, o, peor todavía, vayamos a agravar las situaciones negativas en las que nos podamos encontrar.
En el inicio del año nuevo, que empieza con la Jornada Mundial por la Paz, mencionemos una vez más las claves para construir la paz, con las que estamos invitados a despedir el año pasado, y el pasado en general: perdonar y agradecer. Perdonar el pasado, en especial a las personas con las que hemos tenido dificultades, como nos enseña Jesús en múltiples ocasiones, es esencial para liberarnos del rencor que eterniza los conflictos. Agradecer el presente, a su vez, es la condición necesaria para poder construir un futuro mejor, cuando valoramos lo que ya somos y tenemos, y nos vemos libres de la ansiedad de alcanzar o querer obtener lo que no es nuestro, pues solamente es libre quien reconoce que su vida, y todo cuando contiene, es un don gratuito.
Conscientes de que necesitamos perdonar el 2022 para poder realmente recibir con gratitud el 2023, ahora sí, ¡feliz año nuevo!
La vida en el mundo contemporáneo, sin duda, es una vida marcada por eventos y experiencias que se suceden en una secuencia imparable desde el inicio y hasta el final de la misma. Como si se tratara de una carrera de obstáculos, o de un carrusel, vamos saltando de una etapa a la siguiente, viviendo intensamente cada una de ellas: el anuncio de una nueva vida en camino, su nacimiento, su desarrollo inicial, la consecución de sus logros personales o académicos, la participación en eventos sociales significativos, etc. Lo inmediato de nuestros medios de comunicación convierten además la vida en una colección de momentos que podemos compartir en directo frente a nuestro círculo social, construyendo así un itinerario de vida jalonado de sucesos que queremos recordar.
Sin embargo, estas etapas, o sucesos vitales, esconden los valles o vacíos que se encuentran entre un evento y el siguiente, y en los que aparentemente no sucede gran cosa: los días que se parecen al día anterior o siguiente, los encuentros y las conversaciones previsibles y ordinarios, el empeño diario en sacar adelante un compromiso o un proyecto personal, familiar o comunitario. La enorme mayoría de nuestros días, esa es la realidad, no están señalados por un suceso, sino por formar parte de un proceso. Poco o nada hay de destacable en un día cualquiera dentro de un proceso de maduración personal, de sanación, de aprendizaje, o de superación. Forman parte de un camino, de un itinerario que tiene como meta un destino más o menos lejano, y al que una persona se podrá ir acercando solamente a través de múltiples jornadas muy parecidas entre sí.
Los peregrinos de antaño se sabían en camino, viviendo los innumerables pasos de su itinerario sin la prisa ni la ansiedad de quien necesita poder anunciar que ya ha logrado conquistar un nuevo logro en su vida. Como si se tratara de una peregrinación, las etapas de un proceso de desarrollo humano solamente son significativas en su conjunto, pero vistas una a una no alcanzan a transmitir la satisfacción inmediata a la que aspira la vida moderna, ávida de sucesos que pretenden colmar los sueños y las necesidades vitales. Aprender a vivir en camino implica entender la vida como un lento proceso, con paciencia, y renunciar a los resultados y las experiencias inmediatas.
La gran pérdida de ser humano moderno es, seguramente, este sentido del tiempo y de los ritmos de los que la misma naturaleza lo impregna a diario en un entorno natural. Los pueblos originarios que todavía viven sujetos a la naturaleza conocen bien la paciencia del labrador o del pastor, cuyos días son prácticamente iguales entre sí, pero que poco a poco van alcanzando frutos y resultados. Jesús de Nazareth, un hombre que creció y se formó en el mundo rural, mencionó en muchas ocasiones esa sabiduría de quien sabe que la vida es camino, más que una secuencia de eventos: “El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en su huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas”. Les dijo también otra parábola: “El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar”. (Mateo 13, 31-33)
En contraste con esta sabiduría milenaria del mundo rural, nuestra época se caracteriza por lo inmediato de los sucesos, de la información, y de las comunicaciones. Pero la vida no es una cadena de sucesos, sino un proceso, lento y tranquilo, en el que el camino es muchas veces más significativo que el destino. Para poder hacer este camino de vida en paz, es necesario vivir cada etapa con su sabor propio, sin querer acelerar o adelantar los acontecimientos.
Una vida que está abierta a los frutos que maduran a su tiempo, y a la levadura que va fermentando poco a poco la masa de forma invisible, será una vida que no ansía resultados inmediatos, sino que confía en el itinerario elegido, y saborea cada una de sus etapas.
Nos alegramos de la publicación reciente del libro "Hechura de sus manos", en la Editorial San Pablo, de Madrid. Se trata de una obra de Pablo Cirujeda, miembro de la Comunidad de San Pablo y colaborador habitual de este blog. El libro, de exquisita presentación, desarrolla una serie de reflexiones en las que hace dialogar los relatos del libro del Génesis con nuestra ciencia moderna. En la contraportada leemos lo siguiente:
"Partiendo del Génesis, Pablo Cirujeda, sacerdote y médico, apunta unas breves reflexiones, serenas y conciliadoras, en las que busca, y encuentra, eso que une a los seres humanos entre sí; y a Dios. Con sus palabras demuestra que el tiempo, la capacidad creadora y, cómo no, el amor, entre otros hilos, tejerán esa materia indisoluble que, puntada a puntada, logra conformar el todo".
Un libro ameno y necesario. ¡Felicidades, Pablo!
El tiempo de Pascua es el más largo de todos los tiempos de la Iglesia, cincuenta días dedicados a contemplar y a meditar acerca de la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús, hombres y mujeres que lo siguieron y que creyeron en su predicación, al descubrir al mismo Jesús resucitado después de su muerte en la cruz. Durante este tiempo lo fueron conociendo y reconociendo en diferentes formas, siempre con la duda inicial acerca de su identidad, pues se trataba del mismo Jesús con el que habían caminado y comido, a la vez que de un Jesús nuevo y diferente.
Los cristianos profesamos que Jesús venció a la muerte, y alcanzó la vida definitiva de Dios en la que permanece eternamente. Vivo, se manifestó a sus discípulos, y vivo lo fueron experimentando en los distintos encuentros que nos relatan los Evangelios. Vivo, pero diferente… pues la vida cambia, siempre, y cambia todavía más en aquel que ha experimentado la muerte. La naturaleza nos muestra con claridad que todos los seres vivos estamos sujetos a un cambio permanente a lo largo de nuestro ciclo vital, y que podemos observar y reconocer en la transformación que se produce en el mundo natural en nuestro entorno, que tantas veces mencionó el mismo Jesús en sus parábolas, como las del sembrador, de la viña, o de la higuera y sus frutos.
También San Pablo habla de la transformación que supone el tránsito entre la vida y la muerte usando una imagen de la naturaleza: “Lo que tú siembras no tendrá vida si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta tal como va a ser, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla.” (1 Corintios, 15 36,37). La vida, por lo tanto, se caracteriza por el cambio; es lo que no cambia y permanece igual lo que está muerto. En la vida diaria, cotidiana, los cambios quizás son menos llamativos, pero siempre están presentes, pues en las relaciones humanas, por ejemplo, como son las amistades, aprendemos que todo cambia con el paso del tiempo: unas relaciones se fortalecen y desarrollan, mientras que otras disminuyen o desaparecen.
El amor, que es la vida en su máxima expresión, viene a confirmar esta dinámica de la transformación: el amor que está vivo está en permanente cambio. Dice muy bien el Papa Francisco en su carta sobre la alegría del amor: “El amor que no crece comienza a correr riesgos” (Amoris Laetitia, 134). El amor crece, o disminuye, pero como toda realidad viva, está sujeto al cambio constante, no permanece igual por sí mismo, y necesita ser alimentado para poderse seguir desarrollando.
La resurrección, por lo tanto, es la manifestación de una vida que va a seguir creciendo sin límites, y que irá adoptando múltiples formas, pues en su desarrollo jamás dejará de cambiar. El encuentro con Jesús resucitado reviste tantas formas como personas que lo hayan experimentado, y siempre será nuevo y diferente, pues Él está vivo. Para los seguidores de Jesús, asumir su resurrección es vivir abrazando el cambio permanente en nuestras propias vidas, desechando lo antiguo, abiertos a la permanente novedad de Dios. “Revístanse, pues, del hombre nuevo” (Efesios 4, 24), exhorta varias veces San Pablo a sus seguidores.
Una comunidad cristiana resucitada, y un o una creyente resucitados, tienen que distinguirse por estar vivos, es decir, estarse renovando y cambiando constantemente, respondiendo así a las necesidades de la vida propia y de la del mundo que los rodea. Decía con gran acierto el ya santo John Henry Newman: “En un mundo superior puede ser de otra manera; pero aquí abajo, vivir es cambiar, y ser perfecto equivale a haber cambiado muchas veces.” Vivir es cambiar…y cambiando, manifestamos la vida que late dentro de cada uno de nosotros. El miedo y la resistencia al cambio que manifiestan con tanta vehemencia personas, instituciones y sociedades es, en definitiva, un miedo a la vida misma, a estar vivos. Jesús venció ese miedo para siempre, y con su resurrección enseñó a sus discípulos, y nos enseña a nosotros, a vivir cambiando, muchas veces.
En el día de hoy la Iglesia se centra en el relato impactante y poderoso de la Pasión según San Juan. Escuchando la narración de los sucesos que llevaron a la muerte en cruz de Jesús, es inevitable que en este día nuestra mirada se centre en el sufrimiento humano, al que él mismo se sometió.
El sufrimiento y el dolor son parte intrínseca de la experiencia humana, aunque todos quisiéramos que nuestros seres queridos y nosotros mismos estuviéramos exentos de ellos. La enfermedad, la injusticia, la envidia o las rivalidades tarde o temprano acaban engendrando padecimientos en nuestra persona o en quienes nos rodean, y frente a ellos, una y otra vez, se pone a prueba nuestra confianza en Dios.
Es por eso por lo que el relato de la pasión de Jesús que leemos hoy nos alcanza de manera muy personal, porque lo contiene todo: encontramos escenas de bondad, ternura, amistad, solidaridad, a la vez que otras marcadas por la traición, mentira, violencia y muerte. Todo el abanico de la experiencia humana está representado en el relato de la Pasión, desde lo más positivo hasta lo más oscuro: podemos afirmar que Jesús transitó por la condición humana al completo.
A su vez, Jesús es capaz de integrar esa gran variedad de experiencias y vivencias en un solo proyecto, y de ofrecérselo todo al Padre, tanto lo agradable como lo indeseable. No acumula rencores, y acepta las disyuntivas y contradicciones de su vida con confianza en la voluntad del Padre. Hace suyas las palabras del salmo 30, que conocía de memoria: “A ti, Señor, me acojo, que no quede yo nunca defraudado. En tus manos encomiendo mi espíritu y tú, mi Dios leal, me librarás. (…) Yo, Señor, en ti confío. Tú eres mi Dios, y en tus manos está mi destino.”
Las preguntas que persiguen a Jesús, en la víspera de su pasión, y a cada uno de nosotros, ante situaciones similares, son las mismas: ¿quién tendrá la última palabra frente al sufrimiento, la injusticia, la enfermedad, y la muerte? ¿El amor de Dios realmente es capaz de vencer al mal, al dolor, la humillación? Hoy vemos que la respuesta de Jesús es la respuesta de la fe, es decir, de la confianza inquebrantable en Dios más allá de la comprensión de lo que está sucediendo. “Yo, Señor, en ti confío…” Cuando me quedo solo, en ti confío. Cuando soy víctima de la injusticia, en ti confío. Cuando mi cuerpo llegó a su límite, en ti confío…
El abandono, el silencio, y la confianza con la que Jesús se entrega hoy a su Padre hoy nos hacen vibrar, porque nuestra propia condición humana se identifica necesariamente con alguna de las vivencias que experimentó Jesús en su pasión. Hoy somos llamados a renovar con él nuestra fe, que se define con estas sencillas palabras: Yo, Señor, en ti confío.
En estos días de Navidad son muchos los personajes que aparecen en los relatos alrededor del nacimiento de Jesús en Belén. Los más tradicionales están representados entre las figuras con las que acompañamos al niño Jesús en nuestros Belenes domésticos y públicos: sus padres, los pastores, los magos de Oriente, etc.
El evangelista Mateo nos presenta a dos de ellos en el pasaje que acompaña la fiesta de los Santos Inocentes, insertada en la octava de Navidad. De forma contrapuesta, nos describe en primer lugar la reacción de Herodes, el rey de Judea, ante la noticia del nacimiento de un futuro rey en Belén. Su obsesión por eliminar a cualquier rival potencial, aun de sus descendientes, lo aboca a un acto de violencia feroz, ordenando la muerte de todos los niños menores de dos años en la zona de Belén.
Herodes representa a un individuo cuyo proyecto de vida es él mismo. Le aterra la idea de que, un día, él dejará de ejercer dominio sobre su pequeño reino. Como tantos líderes, antiguos y modernos, en cualquier ámbito social, empresarial o político, está empecinado en lograrse perpetuar a través de sí mismo, o de sus descendientes. Y no duda en recurrir a la violencia destructiva para garantizar su proyecto personal.
Cuanto mayor el Ego, mayor es la violencia que ejerce sobre los demás, y mayor es la frustración y la ansiedad en las que vive encadenada una persona que se dedica obsesivamente a eliminar posibles amenazas presentes o futuras a su alrededor, aun tan absurdas como lo pueda ser un recién nacido de padres humildes, frágil y en todo vulnerable.
El personaje opuesto a Herodes en este relato es el padre de Jesús, José. Dócil ante las indicaciones que recibe en sueños (señalando su abandono confiado en Dios), no tiene un proyecto personal que defender ante nadie, pues su centro son la madre y el hijo que le han sido confiados. Lejos de cualquier sentido de competición, se deja guiar para ir generando un entorno propicio en el que se pueda desarrollar el niño, quien trae dentro de sí la promesa de un futuro mejor.
Desanclado de sí mismo, José transmite paz y alegría en el desempeño de su misión, no exenta de riesgos ni de dificultades, que contrastan vivamente con la angustia y enojo de los que hace gala Herodes, quien aparentemente disfruta de una vida en la que lo tiene todo a su favor. Mientras Herodes vive totalmente centrado en sí mismo, José ha descubierto que el proyecto de su vida son el niño Jesús y su madre.
De forma similar, las personas que han puesto en el centro de sus vidas a los más vulnerables y necesitados, a aquellos que buscan refugio, a los rechazados y amenazados de nuestro mundo, se liberan a su vez de sus miedos y fatigas, pues descubren la paz en medio de su camino y de sus luchas.
Compartimos esta reflexión de Pablo Cirujeda sobre el evangelio del pasado domingo (Mateo 20, 1-16).
Esta sorprendente parábola de Jesús presenta una escena a todas luces inesperada, por no decir absurda: el propietario de una viña decide pagar con el mismo jornal a aquellos trabajadores que apenas se incorporaron al trabajo en la última hora, como a los que trabajaron media jornada, y a los que se emplearon a fondo de sol a sol. La indignación es previsible y lógica, pues el actuar del propietario de la viña es manifiestamente injusto.
Esta parábola, como pocas, manifiesta la naturaleza amorosa y misericordiosa de Dios, que solamente nos ha sido revelada en toda su radicalidad por el mismo Jesús, por sus enseñanzas, y por su obrar. ¡Dios no es justo! Sino misericordioso…es decir, ante su presencia, no hay méritos ni logros que valgan, y nadie puede exigir ni arrogarse derechos adquiridos frente al Dios que es Amor.
Lo único que valora Dios de sus hijos e hijas es que, tarde o temprano, con prontitud o a deshora, hayan querido sumarse a la obra de su Reinado, y se hayan incorporado al trabajo de la viña, es decir, al cuidado de su creación, en especial de los seres humanos, que son sus criaturas preferidas.
Como menciona Isaías en la primera lectura, los pensamientos de Dios no son los nuestros. Con frecuencia, nuestra tendencia es acomodar a Dios a nuestra medida, en vez de configurar nuestra vida a la medida de Dios. Pero Jesús presenta el pensamiento de Dios nítidamente: los últimos serán los primeros.
¿Está mi vida dedicada al cuidado de la obra divina? ¿Siento que ya es tarde, o que yo no merezco formar parte de este proyecto? ¿He pensado que podría no ser bien recibido entre aquellos que reconoce como hijos suyos?
Para Dios, nunca es tarde, y nada es poco. Dios nos espera, hasta el último suspiro. A cada uno de nosotros.
En cada uno de los países en los que estamos presentes, de distintas maneras, estamos siendo testigos de las consecuencias económicas y sociales de la pandemia por el nuevo coronavirus, como el hambre, el desempleo, o el incremento de los conflictos familiares y domésticos. En la Ciudad de México, en la que estamos trabajando tanto con el proyecto comunitario del centro de desarrollo infantil “San José” como en la parroquia Nuestra Señora del Rosario, de la que Pablo Cirujeda es el rector, hemos impulsado y coordinado diferentes iniciativas para paliar los efectos de esta crisis, mediante el reparto de despensas a familias vulnerables, y el apoyo con ropa, enseres, libros, medicamentos, etc., a numerosas personas que se están quedando sin recursos para cubrir sus necesidades básicas.
Entre todas estas iniciativas, en la mencionada parroquia, unos laicos señalaron una necesidad concreta que habían identificado alrededor del Metro Observatorio: en la terminal de autobuses cercana se suelen congregar jornaleros de la construcción, ya que sirve como punto de contratación para el empleo temporal. Debido al parón económico, decenas de personas malviven ahora en la terminal, esperando un trabajo que no llega, mientras no tienen ingresos para cubrir siquiera su comida diaria, ni mucho menos una vivienda, pues se trata de trabajadores foráneos que acuden a la Ciudad de México de otros estados en búsqueda de un sustento para sus familias.
A principios de junio empezamos a preparar comida para esta población, y ofrecerla al mediodía en la terminal de autobuses: cien comidas guisadas, acompañadas de agua y tortillas, eran entregadas en apenas veinte minutos y consumidas por personas hambrientas y agradecidas por la oportunidad de llenar su estómago en medio de la crisis. Desde entonces hemos repetido la iniciativa dos veces por semana, los martes y los jueves, y hemos aumentado a 130 comidas, habiendo alcanzado ya las 1.500. Varias parroquias de la zona se han sumado a esta iniciativa, colaborando con comida o voluntarios para darle continuidad a este proyecto. Tampoco han faltado las donaciones de alimentos por parte de personas e instituciones que han querido apoyar al equipo parroquial que sigue preparando, con ilusión y cariño, cada martes y jueves la comida para los jornaleros desempleados de la Central Camionera Poniente de Observatorio en la Ciudad de México.
Mientras siga la necesidad, el equipo se ha comprometido a continuar con este proyecto y ofrecerle de comer al hambriento, mientras experimentamos la enorme satisfacción del agradecimiento de aquellos que se han quedado completamente desamparados en el contexto de la crisis que estamos viviendo.
En un artículo publicado en abril de Vida Nueva (una revista católica de España), el Papa Francisco escribió sobre la necesidad y la urgencia de crear un “Plan para la Resurrección”. Haciendo referencia a María Magdalena y a la otra María que encuentran la tumba vacía, con la gran piedra apartada a un lado, el Papa dice que nos encontramos en una situación en la que nos podemos hacer la misma pregunta que las mujeres se hicieron cuando estaban en camino a la tumba: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). Francisco comenta que "es la pesantez de la piedra del sepulcro lo que se impone ante le futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza”. Pero las mujeres “frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad antes la situación, e incluso el miedo… fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo”.
Así llegan al sepulcro, “en medio se sus ocupaciones y preocupaciones”, y no se dan cuenta que “la piedra ya había sido apartada”, y “solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida”. No está aquí. Ha resucitado.
El Papa Francisco propone que la crisis internacional presentada por el nuevo coronavirus es un “momento favorable” para imaginar con creatividad las posibilidades de renovar nuestras estructuras y organizaciones sociales. Iluminados por el evangelio e inspirados por el Espíritu Santo, podemos ver en este momento histórico la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (citando su Laudato Sí, n. 13). Algo que hemos aprendido en esta pandemia es que “nadie se salva solo”. Si bien esto se refleja en las Escrituras y en las enseñanzas de la Iglesia, hoy lo estamos viviendo de manera directa, con la necesidad de esfuerzos al nivel global para frenar la propagación de la COVID-19.
Es precisamente en este momento de organizar una “nueva normalidad” que Francisco ve la oportunidad para que seamos intencionales con respecto a cómo nos relacionamos unos con otros y cómo construir una economía y sociedad mundial que supere lo que él considera la “globalización de la indiferencia”. Es decir, podemos ser intencionales acerca de lo que es la “nueva normalidad” y, en lugar de simplemente volver a lo que era, preferir tener una red socioeconómica basada en valores sociales y religiosos que protejan la dignidad de la persona humana, en lugar de ver a una persona como “algo” que puede ser explotado como trabajador, o hasta como consumidor.
Jesús nos da una guía clara de cómo construir tal sociedad en los valores presentados en las Bienaventuranzas. En mayo, Pablo Cirujeda, sacerdote del CSP que trabaja en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario en la Ciudad de México, reflexionó en este mismo blog sobre las bienaventuranzas como “una hoja de ruta en tiempos de la pandemia”. Decía Pablo que “las bienaventuranzas no contienen una promesa vacía de un consuelo futuro, ni una invitación a la resignación ante el sufrimiento presente. Antes bien, son una invitación activa a trabajar por remediar las causas del sufrimiento humano, ahora y aquí”.
Las noticias internacionales han explicado cómo la pandemia está afectando con mucha fuerza a México, especialmente su capital. Los miembros del CSP presentes allí (Pablo, Sarah y Àngels) han estado ocupados ayudando a las familias en la parroquia y en nuestro Centro de San José.
Un complemento edificante y hermoso a estos esfuerzos ha sido el mural basado en las bienaventuranzas que la parroquia ha pintado en una de sus paredes. “En realidad había estado planeando el proyecto mural desde septiembre”, dijo Pablo, “pero el artista con el que estaba trabajando no pudo continuar entonces. Ahora pude encontrar a alguien más para el proyecto, y creo que fue el momento perfecto para hacerlo, justo en medio de la crisis”.
Tenemos una oportunidad única, quizás la única en muchísimo tiempo, para reconstruir, resucitar como sociedad, resucitando como un mundo más fuerte y más justo después de la pandemia. La hoja de ruta son, como siempre lo han sido, los valores de esperanza y justicia presentados en las bienaventuranzas. “Espero”, dijo el Papa Francisco sobre nuestro momento actual, “que descubramos que tenemos en nosotros los anticuerpos necesarios de justicia, caridad y solidaridad”.
Aquí puedes ver un vídeo de la pintura del mural en México: https://youtu.be/-aarTHImiLM. Si quieres apoyar los esfuerzos de la CSP en sus esfuerzos relacionados con el COVID-19, ver nuestra página http://www.csp-covid19.com.
“Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, pues serán consolados.
Bienaventurados los humildes, pues heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, pues recibirán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, pues verán a Dios.
Bienaventurados los que procuran la paz, pues serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5, 3-10)
Estas palabras de Jesús, grabadas tan vivamente en la memoria de sus discípulos de la primera hora, y transmitidas hasta nuestros tiempos, han sido consideradas por muchos como el texto esencial del mensaje cristiano, su síntesis más acertada, capaz de interpelar la vida de cualquier persona y de cobrar relevancia frente a cualquier reto o situación histórica.
Sin duda, las bienaventuranzas adquieren hoy de nuevo su sentido pleno frente a la situación de pandemia que estamos viviendo, y que todavía se está desarrollando frente a nuestros ojos de forma incierta, sin que podamos conocer el futuro que se está gestando, la famosa “nueva normalidad” hacia la que nos dirigimos a nivel global y también a nivel local y personal. En cada una de nuestras realidades estamos siendo testigos de tantas situaciones desgarradoras de pobreza, llanto y desesperación… junto con innumerables testimonios de misericordia y de compromiso con los más vulnerables.
Si releemos las palabras de Jesús con detenimiento observaremos que están claramente agrupadas: las primeras cuatro bienaventuranzas hablan del sufrimiento pasivo (el de los pobres, los que lloran, los que sufren…) al que hoy están sometidas tantas personas, atrapadas por la contingencia sanitaria, social y económica, mientras que las cuatro siguientes mencionan también a aquellos que trabajan por remediar ese mismo sufrimiento (los misericordiosos, los de corazón limpio, los que trabajan por la paz y la justicia…). Vemos, pues, que Jesús se dirige tanto a los que se ven abrumados e impotentes ante el sufrimiento presente, como a los que tienen la posibilidad de enfrentarlo y comprometerse con un futuro más justo y equitativo.
Las bienaventuranzas no contienen una promesa vacía de un consuelo futuro, ni una invitación a la resignación ante el sufrimiento presente. Antes bien, son una invitación activa a trabajar por remediar las causas del sufrimiento humano, ahora y aquí, y en toda circunstancia histórica, definiendo así el verdadero itinerario de vida cristiana, porque el reino de los cielos que anuncian ya está presente entre nosotros, y puede y debe ser construido con el compromiso por la paz y la justicia, desde la misericordia y la limpieza de corazón de quienes saben conmoverse frente al hermano que llora de impotencia y de rabia frente a la pérdida de un ser querido, y está pasando hambre por haberse quedado sin trabajo y sin medios para mantener a su familia y pagar el alquiler de su vivienda.
Con motivo del mes extraordinario de misiones convocado por el Papa Francisco para octubre de 2019 la Arquidiócesis Primada de México propuso que todas las parroquias se sumaran a esta iniciativa mediante una “megamisión” para salir al encuentro de las personas más necesitadas de alegría y de esperanza en el propio entorno de esta gran ciudad.
En la Rectoría de Nuestra Señora del Rosario, que dirige Pablo Cirujeda, de la Comunidad de San Pablo, todos los grupos parroquiales participamos con un fin de semana dedicado a los enfermos y adultos mayores confinados a sus hogares por sus padecimientos crónicos. Tantos los cerca de setenta niños y niñas del programa de catequesis infantil, sus catequistas y papás, como otros agentes pastorales miembros de los grupos de liturgia, pastoral familiar y pastoral popular nos pusimos a caminar por las calles de las colonias que forman parte del territorio parroquial, visitando a unas cuarenta personas que recibieron con sorpresa que la comunidad parroquial se acercara a su situación particular para poderlos escuchar, acompañar, y en algunos casos asistir en sus necesidades, como limpiarles la casa o conseguirles ropa de abrigo.
Como fruto de esta iniciativa vamos a asumir el compromiso de seguir visitando a aquellas personas que así lo han solicitado, para ofrecerles compañía, llevarles la comunión, y darles la oportunidad de seguir formando parte de la parroquia a pesar de las limitaciones impuestas por sus enfermedades.
Todos disfrutamos de este fin de semana de misión parroquial, pero en especial los más jóvenes junto a los más mayores, al descubrir un modo de convivir a pesar de sus diferencias y la distancia que hay entre generaciones.
La CSP está presente en la Ciudad de México mediante dos proyectos pastorales distintos: por un lado, en el sur de la ciudad coordinamos el Centro Comunitario de Desarrollo Infantil “San José”, en el que 122 niños y niñas menores de 6 años de un asentamiento irregular reciben a diario una atención integral en la etapa crucial de la primera infancia, y, por otro lado, en el poniente de la gran urbe apoyamos el trabajo pastoral y social en un barrio popular de población trabajadora.
Después de haber trabajado durante cinco años como vicario parroquial en esta segunda zona pastoral de la arquidiócesis, Pablo Cirujeda fue recientemente nombrado rector de la Rectoría Nuestra Señora del Rosario. Como responsable de esta parroquia atenderá una población de unas seis mil personas, en su mayoría familias humildes y de escasos recursos. Junto con la coordinación de los diferentes programas pastorales (catequesis infantil, pastoral de los enfermos, pastoral sacramental, etc.) también está abriendo espacios para el desarrollo comunitario, como talleres de artesanías para niños y jóvenes, activación física para adultos mayores, y un centro de escucha terapéutica, y se está integrando con otras instituciones y agentes sociales de la zona para iniciar un programa de capacitación laboral para jóvenes.
Este nuevo reto pastoral se suma a los esfuerzos que la CSP realiza para que sus compromisos aborden una evangelización integral de la persona, entendiendo la pastoral como un camino que abarca todas las dimensiones personales, familiares, y sociales del ser humano.
Hoy, Miércoles de Ceniza, empezamos la Cuaresma, y empezamos escuchando una llamada que describe de forma clara y contundente el ideal de Jesús en lo referente a la solidaridad con los necesitados: “cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mateo 6,4)
La cercanía a los pobres y el compromiso ante el sufrimiento humano para poderlo aliviar forma parte de la esencia del pensamiento cristiano, como el papa Francisco está volviendo a subrayar con sus palabras y con sus gestos de cercanía a los últimos, los descartados por la sociedad del éxito en la que vivimos. Este compromiso necesita concretarse en acciones tangibles y reales en favor de nuestro prójimo, de las personas que sufren de carencias materiales o espirituales en nuestro entorno y en el mundo entero, para ir más allá de un discurso teórico de buenas intenciones.
Desde hace años, en la Comunidad de San Pablo promovemos tanto obras de voluntariado como las necesarias donaciones en dinero y en especie, para poder llevar a cabo los proyectos de ayuda al desarrollo con los que estamos comprometidos, en países como Bolivia, Colombia, México, República Dominicana y Etiopía. Recibimos constantemente donativos y donaciones, así como a grupos de voluntarios que vienen a colaborar con nosotros de diversas formas: unos, con sus capacidades profesionales, como médicos, oftalmólogos y educadores; otros, aportando bienes materiales que comparten con quienes menos tienen en este mundo en el que la brecha social entre pobres y ricos sigue ensanchándose año tras año.
Sin embargo, es necesario recordarnos a todos una y otra vez la máxima de Jesús: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”. En un mundo tan mediático, tan pendiente de las redes de comunicación social, y de la medición de resultados, tanto personas como instituciones benefactoras caen con frecuencia bajo la presión de poder exhibir los logros alcanzados mediante su colaboración o su donativo. La exhibición de fotos, testimonios y datos relacionados con una acción solidaria genera la satisfacción de haber podido contribuir al cambio, a veces de forma irreal, y logra calmar las conciencias heridas ante las flagrantes injusticias sociales de las que somos testigos.
Empezando la Cuaresma, Jesús nos reta a hacer el bien –pero en silencio, de forma discreta, incluso anónima, sin la necesidad de mostrarle a nadie los resultados obtenidos–. La ayuda gratuita, desinteresada, no solo beneficia a las personas a quienes asistimos en la medida de nuestras posibilidades. También nos enseña a vivir los valores de la humildad y de la discreción, y a alejarnos de todo protagonismo frente a un mundo acostumbrado a mostrar y a reconocer cada acción emprendida, incluyendo las iniciativas solidarias. Pensemos en el desafío que Jesús nos plantea hoy: ¿es capaz de vivir mi mano derecha sin saber lo que hace la izquierda?
Un año más, emprendemos de nuevo el camino del Adviento, un camino de esperanza, pero sobre todo de alegría contenida por la fiesta que está por llegar. A diferencia de la Cuaresma, el Adviento no es un tiempo de penitencia, sino de preparación para el primer gran evento que celebra la Iglesia en su calendario anual de celebraciones: la fiesta de la cercanía de Dios, quien se abaja para abrazar la condición humana en la historia, ofrecerle su solidaridad, y elevarla a su misma dignidad.
Como haríamos ante cualquier otro gran acontecimiento en nuestras vidas, no podemos sentarnos y simplemente esperar, cruzados de brazos, a ver qué va a ocurrir. El Adviento es un tiempo de preparación activa, que exige nuestro compromiso y requiere de nosotros despejar cualquier obstáculo para que la fiesta pueda celebrarse en las mejores condiciones posibles. Escucharemos estos días a los profetas hablar de la necesidad de “rellenar los valles y abajar las colinas” y así preparar los caminos al Señor.
“El que espera, desespera” es la lógica del mundo, de quien se limita a recibir, resignado, lo que la vida le pueda ofrecer, pero sin implicarse en los acontecimientos que suceden a su alrededor. En cambio, la esperanza cristiana se traduce en salir a transformar el mundo para que el advenimiento de Dios nos encuentre preparados y despiertos, anhelantes de un mundo mejor.
La Comunidad de San Pablo, aun siendo pequeña, se suma a la labor que realiza la Iglesia en todo el mundo, transformando como la levadura en la masa el entorno social e incluso económico, incidiendo en los campos del desarrollo, la educación, la salud, los derechos humanos y la dignidad de las personas, especialmente de los que sufren pobreza y exclusión, para ir despejando, uno a uno, los obstáculos que nos separan del proyecto de Dios para la humanidad.
Con la alegría y la fuerza renovados de quienes sabemos que un futuro mejor está por llegar, nos proponemos seguir trabajando para derribar muros, construir puentes y sanar heridas en un mundo todavía lleno de divisiones, y a invitar a todos nuestros lectores y amigos a sumarse a este proyecto de Adviento, en el que no nos resignarnos a aceptar, sin más, los “valles y las colinas” de la historia que nos rodean.
Iniciamos hoy el camino de la Cuaresma: cuarenta días enfocados en la tarea de prepararnos para la fiesta anual de la Pascua cristiana. En el día de hoy, conocido como “miércoles de ceniza”, recibimos además un símbolo sobre nuestra frente: un poco de ceniza que nos recuerda, según el antiquísimo relato del Génesis, que “eres polvo y al polvo volverás” (Génesis 3, 19).
Esta frase puede sonar algo triste o derrotista, e incluso anticuada. Recuerda el castigo bíblico al que fueron condenados Adán y Eva tras atreverse a comer del fruto del árbol del Bien y del Mal. Reconozcámoslo: a nadie nos gusta que nos recuerden que, tarde o temprano, regresaremos a la tierra de la que nacimos, y que ese es un destino inevitable para todo ser humano.
Sin embargo, la ceremonia de hoy contiene también un mensaje positivo. Al reconocer que no somos eternos, que no podemos evitar el destino final de nuestras vidas, reconocemos nuestra contingencia ante Dios, el único absoluto. A pesar de nuestros logros, conocimientos o ambiciones, tomamos conciencia de nuestra finitud. Y eso nos hace libres, pues no estamos sujetos a un tiempo infinito, sino llamados a afrontar la vida como una oportunidad irrepetible en la que establecer vínculos positivos y comunicar lo mejor que hay en nosotros.
Todo ser humano tiende a “absolutizar” algo o a alguien: a veces nos absolutizamos a nosotros mismos, otras veces a otras personas, absolutizamos nuestro rol social, nuestras actividades…hoy recordamos que somos criaturas finitas, creadas por un Dios infinito. La ceniza sobre nuestras cabezas nos ayuda a evitar caer en el pensamiento narcisista de que nada ni nadie me puede limitar, que voy a ser eterno.
“Eres polvo, y al polvo volverás”: Dios le recuerda a Adán y Eva que ellos – nosotros – somos criaturas finitas, que no somos Dioses. No es una mala noticia, pues el reconocimiento de nuestra finitud nos libera para vivir con alegría el presente, el ahora, en vez de hipotecarnos en un futuro tantas veces imaginario, para el cual a veces estamos dispuestos a sacrificar el presente, en vez de valorar el hoy y aquí como un regalo irrepetible que merece ser vivido intensamente, con plena alegría y libertad.
Pablo Cirujeda
Es de sobras conocido y estudiado el proceso de mestizaje que se inició hace más de 500 años en el continente americano a raíz de su descubrimiento, y que está en el origen de las actuales sociedades americanas. Por un lado, se llevó a cabo un mestizaje cultural, una mezcla o síntesis de valores y tradiciones que abarcan desde la cultura política hasta la gastronomía, pasando por otros ámbitos de la vida como el trabajo o los modelos familiares. Es también notorio el mestizaje racial que se generó a partir de la convivencia entre los tres principales grupos étnicos presentes a lo largo del proceso de colonización: los indígenas, los europeos y los africanos.
Tres siglos más tarde, las sociedades americanas, especialmente en la Nueva España y en el Perú, donde este mestizaje fue de mayor intensidad, hicieron un intento de sistematizar lo que se vino a denominar como las castas coloniales, en consonancia con el fervor científico característico de la época, en la que se empezaba a describir los fenómenos naturales y biológicos con metodología científica. Según los distintos autores, en las sociedades virreinales se llegaron a catalogar hasta 16 castas diferentes según el tipo y grado de mestizaje, o incluso más. Los nombres no parecían agotarse en una lista interminable de categorías raciales: español, mulato, mestizo, morisco, castizo, lobo, cambujo, coyote, albarazado… No se puede ignorar que este intento de clasificación tenía como objetivo principal reivindicar la superioridad por parte de los descendientes directos de los españoles respecto a las demás castas presentes en los virreinatos.
Varios artistas de la época incluso desarrollaron un género pictórico con las pinturas de castas, que alcanzó su máxima expresión en el pintor novohispano Miguel Cabrera en el siglo XVIII. En uno de estos cuadros, hoy expuesto en el Museo Nacional del Virreinato en Tepotzotlan, México, podemos observar esas 16 castas diferentes, dibujadas en forma de viñetas. Llama la atención la penúltima categoría (número 15), que dice: Tente en el Aire con Mulata: Notentiendo.
Es difícil dejar de esbozar una sonrisa estando frente al cuadro, al ver esta categoría que pareciera estar llevando el intento de clasificación sistemática del mestizaje al absurdo: ¡Notentiendo! Solo podemos imaginarnos las entrevistas que realizaría el pintor con los modelos dibujados en sus cuadros, intentando conocer con precisión matemática todos los antecedentes del mestizaje de los mismos, y cómo, habiendo avanzado hasta esta penúltima categoría, quizás plasmara, con cierta frustración, lo imposible de su proyecto con la elección del término “notentiendo”.
Dos siglos más tarde, sin embargo, el debate sobre la identidad racial y cultural de los pueblos y de las personas no parece haber sido superado todavía. Persisten las tensiones en muchas de nuestras sociedades alrededor de los hechos que distinguen a los diferentes representantes de nuestro género humano, y desgraciadamente no hemos sabido renunciar todavía al proyecto de clasificar, muchas veces en orden jerárquico, a las personas en función de sus orígenes. En ocasiones incluso se sigue postulando la existencia de razas originarias, propias del lugar, y con pretendidos derechos adquiridos que los distinguen de los demás. Nuestra miopía histórica nos hace olvidar los siglos y milenios de mestizaje vividos en todos los grupos humanos. Un claro ejemplo son las sociedades mediterráneas, crisol de civilizaciones y razas desde antes que existiera memoria histórica, en las que se integraron civilizaciones tan diversas como los romanos, fenicios, griegos, árabes, íberos, germánicos, egipcios, etc.
La ciencia moderna, además, ha verificado recientemente lo que hasta hace poco era tan solo una teoría: nuestra especie, el Homo sapiens (en Asia y en Europa), contiene en sus cromosomas hasta un 3% de ADN que provienen de un mestizaje llevado a cabo con el Hombre de Neandertal… ¡hace 100.000 años!
Vamos descubriendo, poco a poco, que el origen de “Notentiendo” es seguramente todavía mucho más remoto y complejo de lo que pensábamos y sabemos. Ante lo absurdo de las clasificaciones, distinciones e intentos ilusorios de catalogar a los seres humanos solamente cabe una posible respuesta: reivindicar con fuerza que los seres humanos somos miembros de la única familia de los Notentiendo, una familia ricamente diversa, de la que todos tenemos derecho a formar parte en condiciones de igualdad.
Pablo Cirujeda
“Cuando estéis orando, perdonad lo que tengáis contra quien sea, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras faltas” (Mc. 11, 25).
Llama la atención en el evangelio de Marcos esta frase de Jesús, que parece limitar o condicionar el perdón de Dios a nuestra capacidad de perdonar. Otros evangelistas (Mateo y Lucas) han incorporado este dicho de Jesús a la famosa oración del Padrenuestro, que repetimos a diario: “perdónanos nuestras deudas, que también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt. 6, 12; Lc. 11, 4).
En el entender popular, parecería que Jesús estuviera estableciendo una condición previa para poder recibir el perdón de Dios: si no perdonas a los que te han ofendido, Dios no te perdonará. En nuestra mentalidad tantas veces proporcionalista o comercial, podríamos llegar a pensar que Jesús estuviera limitando el perdón divino a nuestra capacidad de perdonarnos los unos a los otros. Si me das, te doy…¡me temo que muchos saldríamos perdiendo en este intercambio!
Por otro lado, el mismo Jesús, cuando habla en otras ocasiones de la capacidad de perdonar de Dios, lo hace apoyándose en imágenes y parábolas que parecen indicar todo lo contrario, como por ejemplo en el dicho “Vuestro Padre del cielo hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5, 45). Las parábolas del Hijo Pródigo o de la Oveja Perdida, entre otras muchas, también apoyarían esa idea de un Dios que no entiende de proporciones ni de justicia cuando se trata de ejercer la misericordia y el perdón.
Entonces, ¿por qué esa petición de Jesús de que seamos nosotros los que perdonemos primero? Pues porque el perdón es un arte en el que hay que ejercitarse, y que solamente se aprende practicándolo. Y Jesús indica a sus discípulos la fórmula para capacitarnos en este arte de perdonar: Quien no aprenda a perdonar, a vivir sin rencor, a soltar el fardo pesado del odio y de los deseos de venganza y de justicia, tampoco sabrá aceptar ni recibir el perdón de los demás, y mucho menos el de Dios.
Porque no solo hay que aprender a perdonar, sino también a ser perdonados. En definitiva, quien no sabe perdonar, tampoco sabe ser perdonado. El perdón del que habla Jesús siempre es gratuito, ya que no es proporcional al agravio cometido, ni tampoco es merecido porque uno se lo haya ganado a través de algún tipo de restitución o pago. El perdón se otorga libremente, cuando elegimos vivir una vida sin cuentas pendientes con los demás.
En esta escuela del perdón que Jesús propone, primero hay que aprender a perdonar, es decir, a hacer una opción personal por no vivir con agravios ni con rencor, renunciando a reivindicar las deudas que los demás puedan haber contraído conmigo. A partir de esa libertad interior, en la que ya no esperamos ni exigimos la restitución de la culpa, ni que los demás vengan a disculparse conmigo, somos capaces también de recibir el perdón del prójimo como un regalo, y, a través de ellos, el perdón gratuito de Dios, que no conoce el rencor ni el odio.
Rezando el Padrenuestro, cada día repetimos las palabras de Jesús, que nos enseña un arte que él llegó a dominar: el arte del perdón, y que llevó a su perfección en la cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que se hacen” (Lc. 23, 34).